lunes, 13 de abril de 2009

Berlín

Berlin está tan lejos que me fatiga ubicarlo en el mapa,
todavía me resulta más difícil imaginarte en ese punto aséptico saltando libre
por los vagones del metro, loca porque la ciudad se ha puesto el reloj
en el culo y apunta con las horas cualquier viaje a ninguna parte.
Berlín queda lejos. Donde yo acabo empiezas tú; pero tú
empezaste antes, y ahora, no puedo seguirte con mi tambor estático,
golpeando los días con las mismas notas y entonces es cuando
la paloma me visita, desordenada, quedándose durante horas impávida
mostrándome las últimas instantáneas.
Eres mujer de viento, y tal vez yo sea el otro extremo de la
cometa, el cabo que te sujeta mientras izas la vela y te conviertes
en una nube. Quizá no te veas etérea con el volátil cuerpo de una
libélula aleteando de un sitio a otro. Yo soy más terrena, más de echar
raíces, más de escarbar en madrigueras, más de tocar el barro con las manos,
sin embargo; me gusta verte planear como una gaviota sobre su charco.
Tu lágrima ha buscado el surco de mi ojo a través del hilo
telefónico, y percibo ahora el peso de tu ausencia, no estás aquí, no estás
aquí y todo este espacio lleva nombre de mujer troyana. Y lo pronuncio sin eco
aunque resuene en mi cabeza. Todo este espacio es tuyo el aroma que respiro
arrastra tu recuerdo.
Aquel día intentábamos ponerle andamios al mundo, pero el
mundo escurridizo ignoraba toda clase de intenciones, y empezamos
a preguntarnos cuántos nudos tiene esta manta que nos tapa
¿Cuánta gente duerme con la noche, porque sólo tiene noche
en sus bolsillos y paga con estrellas y bostezos de media luna?
Y no te resignas a guardar el botiquín y las recetas, y vas
pregonando que parirás niños negros, porque en África las sonrisas
nacen de la tierra, y se enredan, y suben y te salen al encuentro.
Sí. Las risas infantiles destejen las mujeres en las que nos
hemos convertido; esas risas diáfanas tiran del hilo y nos transformamos en
madejas desgreñadas de donde salieron nuestros cuerpos, la primera materia
prima que se engarzaba sobre las agujas y nos ajustaba la piel.
Yo te esperaba, te esperaba con el silencio mordido y la soledad
de la luna colgando de mi mano. Llegaste en primavera, puntual
como quien va a nacer y trae consigo la canción de la rosa roja
con todas sus espinas. Y creciste; hiedra que aventura sus raíces
a grandes zancadas y te traigo a este recuerdo para buscar ese
resquicio de niña larguirucha que jugaba con los pulpos en el mar, esa niña de
sal y de arena.
El tiempo se ha detenido en este pétalo deshojado como una
isla independiente, y sigues estando aquí, aunque el mar haya devorado tus
pisadas, y las olas me susurran el cuento del cangrejo que caminaba de lado, y
de aquel horizonte por explorar encima de una tortuga imaginaria en la cual
remabas con tus brazos. Quizá sea una burbuja este recuerdo, y que haya
explotado el día que escapaste con sólo un pie en la mochila, habías
plegado el camino para que te cupiera un trozo de mundo,
pero la manzana aún estaba verde y no le salieron ojos que miran hacia dentro.
No era tu circo hacer equilibrios sobre los tacones de la cuerda tensa,
ni querías ser la araña doméstica de todos los rincones de una casa.
Desde ese día colgaste tu vestido que cayó entre el blanco y el negro,
el camino de en medio que te llevó a Berlín, la ciudad en donde empezar 
desde cero, la cuenta atrás hacia tu salida a la carrera de obstáculos.
Tan sola como el garabato en medio de una hoja en blanco.

Laurel Sánchez